Que el kirchnerismo o una nueva mutación del peronismo en ciernes tenga posibilidades de imponerse en las elecciones bonaerenses de mañana refleja el estado de orfandad del votante argentino. Porque, seamos sinceros, no han hecho mucho mérito. Tras dejar el poder, los que llevaron al país al borde del abismo se llamaron a silencio y no se les cayó una idea. Mucho menos una propuesta. Y ni hablar de autocrítica. Solo esperaron los errores del gobierno libertario, en el que muchos de ellos consiguieron conchabo, y asomaron la cabeza recién cuando los yerros del oficialismo pavimentaron la vía, amnesia mediante, que los devolvió al ruedo. Regresaron todos peleados, pero unidos. Al menos para el asado del domingo.
Del otro lado, Javier Milei ha estado sembrando lo que cosechó. Al margen de sus meritorios logros económicos, el Presidente trajo a la arena política lo mismo que había que dejar atrás, como la soberbia, el dogmatismo y la demonización de los que critican o se oponen. Es un líder con muchos enemigos, porque los busca y se nutre de ellos. Maltrata hasta a los amigos y el resultado es un Congreso en contra que le frustra la gestión. Actúa sin racionalidad política, quizá porque el orgullo herido no negocia sino que busca imponerse, en una suerte de esperada revancha, y lo hace a través de una cólera sagrada que estimula por simpatía la bronca social latente. Fue así como Milei llegó al poder. Pero esa guerra de buenos contra malos, prolongación de la que el kirchnerismo promovió durante su gobierno, daña severamente la posibilidad de una representación política racional, y entonces el insulto y la descalificación cruzada reemplazan las propuestas y las ideas.
Por algo el péndulo de nuestra vida política nos lleva de un extremo al otro, con el elenco estable del peronismo siempre presente
Pero no es solo Milei, así como no fue solo Cristina. El orgullo herido y la sed de revancha son sentires instalados en la sociedad argentina desde hace décadas. Signos de debilidad, más que de fortaleza. Por algo el péndulo de nuestra vida política nos lleva de un extremo al otro, de un populismo al otro, con el elenco estable del peronismo siempre presente, aquí, allá y en todas partes. La nuestra es una democracia sin espíritu democrático.
Es difícil recordar una campaña electoral tan falta de sustancia, tan banal. No podía esperarse otra cosa. Desde hace mucho la política se ha reducido a la lucha por el poder, o al espectáculo de la lucha por el poder, y la dudosa fascinación que esa confrontación produce fue relegando las premisas que alguna vez fueron consustanciales a la democracia republicana. Hoy vale todo. Fue penoso ver el jueves, por ejemplo, las agresiones de la funcionaria mileísta (exkirchnerista, exmassista) Leila Gianni contra Toty Flores durante el programa Una vuelta más, de TN. Flores, concejal en La Matanza, fundador de la cooperativa La Juanita y referente de la Coalición Cívica, dijo que el descenso en los índices de pobreza no se refleja en la calle, donde percibe menos trabajo y gente que malvive de un sueldo magro o una jubilación que no alcanza. La observación no tuvo afán tribunero, pero Gianni, candidata libertaria a concejal en ese partido, le saltó a la yugular y lo tildó de “mentiroso”, no por lo que había dicho (algo difícil de negar), sino por una supuesta vieja disputa que no se acabó de entender. A partir de ahí, con sus gritos, no lo dejó hablar. ¿De dónde viene semejante necedad? Los irrespetuosos quieren comerse al mundo a punta de soberbia.
A tono con los tiempos, la mayor parte de los políticos parece moverse en el contexto del no contexto, amparados por la acumulación aluvional de disputas intrascendentes que ellos mismos propagan por las redes y que marcan el pulso cotidiano de la política. Como si, centrados en mantener o hacer crecer su quintita, no advirtieran la encrucijada en la que está el país. Cualquier disparate que se dice puede pasar, si se muestra convicción suficiente, como una verdad indiscutible. Y, al revés, una evidencia incontrastable puede ser rechazada como falsa sin sonrojarse en el trámite. En este terreno barroso nada es seguro y todo resulta verosímil, como lo prueba la cantidad de hipótesis que se han ensayado, de uno y otro lado de las trincheras, para explicar qué hay detrás de los audios en los que Diego Spagnuolo denuncia coimas en el área de discapacidad. En una realidad que se desintegra, lo mismo pasa con la sociedad.
Y, sin embargo, mañana hay que votar. Volver a entrar al cuarto oscuro para enfrentar las boletas extendidas sobre la mesa con decenas de nombres que no nos dicen nada, incluidos aquellos que están debajo del nombre de nuestros candidatos, en caso de que lleguemos a esa instancia con alguna resolución tomada. Y acaso vacilar, temerosos, como si nuestro voto fuera a escribir la historia. A pesar de todo, razones para acudir a las urnas no faltan. Enumero, al vuelo, algunas. Primero, no todos los políticos son iguales. Los hay honestos y dedicados. No son pocos, solo que a veces resultan los menos visibles. Luego, el voto, más allá de lo que votemos y del resultado final, de algún modo nos hace partícipes de un destino común. Y responsables. No hay que olvidar que quienes desde el poder contribuyeron, en los últimos 42 años, al actual estado de cosas, fueron puestos allí por decisión ciudadana en jornadas como la de mañana. Lo que equivale a decir que estamos seriamente implicados en el desaguisado. También, que si hay alguien que puede confirmar o rechazar el rumbo para que la nave avance hacia aguas menos turbulentas, somos nosotros. Con el voto, botella al mar que lleva una esperanza adentro.